jueves, 23 de abril de 2020

codornicismo de una adaptación benaventina



La programación en línea de Filmoteca Española ofrece desde hoy hasta el próximo día 28 la comedia de Rafael Gil, Lecciones de buen amor (1944). Se trata de su quinto largometraje, pero del primero ajeno a la disciplina de Cifesa. No obstante, la fidelidad de un equipo conformado por el operador Alfredo Fraile, el escenógrafo Enrique Alarcón y el compositor Juan Quintero, proporciona coherencia a la cinta producida por Rey Soria Films con el resto de su filmografía en el seno de la productora valenciana. También el hecho de tratarse de una adaptación literaria. En sus anteriores películas ha partido de sendos relatos de Wenceslao Fernández Flórez -padre putativo del humor que se practica en La Codorniz, según confesión del propio Miguel Mihura-, de un original de José Santugini -compañero de pluma de la plana mayor codornicista en Buen Humor mediada la década de los veinte- y del mismísimo Enrique Jardiel Poncela, responsable máximo de la germinación del humor inverosímil en la escena teatral de la posguerra.

En esta ocasión se enfrenta a una comedia burguesa de Jacinto Benavente estrenada en 1924 por la compañía de Pepita Díaz y Santiago Artigas. Lo primero que hace Rafael Gil en su adaptación es, según su costumbre, inventarse ex novo un primer acto que sirva como sustitutivo de los prolegómenos expositivos escénicos. Luego, a lo largo del resto del metraje, seguirá abriendo la acción a partir de los personajes de refuerzo que ha incorporado al bastidor original y a los que prestan voz y encarnadura el elenco habitual: Juan Calvo, Nicolás Perchicot, Félix Fernández, Ana de Siria, José Ramón Giner... Son los tres vértices del enredo sentimental Rafael Rivelles, Pastora Peña y la femme fatale iquiniana Mercedes Vecino. Entre los que se ponen por primera vez a las órdenes de Gil: el robaescenas infantil Ginés Gallego "Satanás", empeñado más que nunca en ser el Mickey Rooney español; Milagros Leal, en un papel al que seguramente Guadalupe Muñoz Sampedro le hubiera quitado algo de dureza sin limarle un ápice de comicidad; o José Orjas, en un mayordomo jardielesco a más no poder.

Y aquí es a donde queríamos llegar, porque Rafael Gil hace, a partir de estos personajes, un recosido de situaciones y humores que provienen de todos los que hemos detallado en el primer párrafo y alguno más. La escena inicial, con el mayordomo levantando a su señor a las seis... de la tarde y mostrándose imperturbable con la señorita que el señor se dejó olvidada en el coche tras la juerga de la noche anterior, está interpretada por Orjas con la circunspección de quien ha protagonizado en el escenario Un adulterio decente o Es peligroso asomarse al exterior. Jardiel también recurrió a él para las escenas actuales que incluyó en Mauricio o una víctima del vicio.

La fiesta en la sala de fiestas remite en lo formal a la comedia sofisticada hollywoodense -véanse los encadenados con las copas de champán-, pero las discusiones furibundas con arrumacos entreverados que constituyen el día a día de la pareja formada por Milagros Leal y Manolo Morán satiriza sin piedad la institución matrimonial con la misma saña que lo haría Mihura, quien, no obstante, siempre se declaró enemigo de la sátira por suponer un signo de "mal humor". Pero, ¡ay!, todo humorista lleva dentro un moralista y éste es el sino de quien se dedica al oficio.

Otro matrimonio al que la pareja se encuentra casualmente durante un paseo con el niño que les han dejado en depósito constituye la viñeta de la hipocresía burguesa, puesta en solfa tantas veces en las páginas de La Codorniz en sulfúricas caricaturas del italiano Novello. Mario Camerini lleva este ambiente a la comedia cinematográfica italiana de los años treinta, con especial causticidad en Centomila dollari (1940). Prueba de que no todo eran "teléfonos blancos" en la Italia fascista y de que el cine español de la década siguiente tampoco es tan ombliguista como habitualmente se presenta.

Por último, cómo no pensar en El malvado Carabel -un Fernández Flórez adaptado por Edgar Neville en 1935- al entrar en la buhardilla de los barrios bajos en la que vive, con su madre y sus hermanillos, el personaje interpretado por Pastora Peña. Aunque la miseria se maquille a base de una dignidad moral inexcusable en el Nuevo Estado -algo que no entraba en el programa humorístico de don Wenceslao-, ahí está bien presente, como acertadamente apunta José Luis Castro de Paz en su texto para la hoja de sala: "Jacinto Benavente en la convulsa pantalla posbélica". Tampoco faltan aquí el regeneracionismo de corte popular que Arniches ha sabido vehicular a través del sainete corto y la tragedia grotesca; o sea, de nuevo Neville y su versión de 1936 de La señorita de Trevélez.

Gil se resiste a dejarse arrastrar por el melodrama e incluso las escenas más proclives al mismo se ven en varias ocasiones torpedeadas en su intención por estos incisos, ora humorísticos, ora abiertamente cómicos, que dan fe de una querencia que poco a poco irá atenuándose para revestirse de solemnidad en el ciclo político-religioso que inicia al final de la década en Aspa Producciones Cinematográficas junto a Vicente Escrivá.