jueves, 14 de marzo de 2019

vicente viudes y el precodornicismo


A la altura de 1939 el espíritu de una Codorniz aún por nacer ya impregnaba a buena parte de lo más inquieto de la mitad de la cultura española que se ha alineado con los vencedores de la Guerra Civil.

Vaya como ejemplo la contraportada del último número de la revista de combate La Ametralladora [núm. 120, 21 de mayo de 1939], dirigida por Miguel Mihura, y en la que el pintor, figurinista y escenógrafo murciano Vicente Viudes hace gala de su conocimiento del nuevo humor...


Convalecencia
(por V. Viudes)
-Pues, sí, hija; gracias a este reconstituyente me estoy poniendo hecha un hombre.

martes, 5 de marzo de 2019

las siete vidas del gato, según lazaga


Las siete vidas del gato (Pedro Lazaga, 1970)


Según iba madurando su concepto de la dramaturgia de lo inverosímil, Enrique Jardiel Poncela se mostró progresivamente reacio a adoptar la estructura clásica en tres actos. Generalmente, se valía de un prólogo exento y de dos actos. La necesidad, en las comedias de intriga, de una explicación que satisficiera al público solía convertir el desenlace en un giro sorprendente tantas veces insatisfactorio por su precipitación y su carácter acomodaticio. Pero cuando Jardiel intentaba saltarse este expediente, el público protestaba y él siempre buscó el éxito. Mucho más en 1943, cuando, después de una serie de triunfos ininterrumpidos desde el batacazo de su drama de la vida hollywoodense, El amor sólo dura dos mil metros, había ido encadenando en los escenarios del Infanta Isabel y de la Comedia funciones que alcanzaban invariablemente la cifra mágica de las cien representaciones. Es entonces cuando decide formar compañía propia por segunda vez y emprender una gira por Latinoamérica que se saldará con un triple desastre financiero, político y amoroso que afectaría notablemente a su producción hasta el fin de su vida.

Jardiel estrena Las siete vidas del gato en el verano de 1943 en San Sebastián, en plena formación de la compañía con la que piensa estrenar en Barcelona y trasladarse luego a Argentina. Pisa terreno conocido: la intriga dislocada de Eloísa está debajo de un almendro y Los habitantes de la casa deshabitada. También hay aquí un personaje femenino que siente una atracción morbosa por un hombre que podría ser su asesino y una familia tronada, los Arriaga, que no son los Briones pero casi. Sus ascendientes han asesinado a sus mujeres en presencia de un gato negro. Beatriz podría ser la séptima víctima y, por eso, Guillermo ha decidido abandonarla apenas desposada. Lo que sigue es un enredo fenomenal, con un trapero llamado Sócrates metido a detective, dos tías chaladas, pasajes secretos, varios intentos de asesinato y un disparo postrero que sirve de remate a la acción. Sin embargo, este final, sumado a los cuatro prólogos macabros, suscitó reticencias en el público durante el estreno donostiarra, así que la comedia llegó con un final menos siniestro al escenario del Infanta Isabel: siete disparos y siete muertos en escena... que luego no son tales.

Alfredo Marqueríe, el paladín de Jardiel en la prensa diaria, asegura que se trata de un auténtico ejercicio circense, "¡más difícil todavía! [...], como para demostrarnos que ni la técnica teatral tiene secretos para él ni su fantasía es inferior a la del mejor folletinista". [Informaciones, 1 de octubre de 1943.]


El guión de Luis G. de Blain pone el acento en los personajes cómicos, adelantando al primer acto la presentación de Sócrates (Antonio Ozores), poniendo al día su actividad profesional al presentarlo al frente de un combo de música tropical que acude a actuar en el banquete de bodas y proporcionándole sendos portores cómicos en los personajes del chófer del microbús, desconfiado y borrachín, interpretado por José Luis Coll, y la gogó argentina que se pone a bailar y se desnuda –signo de los tiempos- cada vez que sale de su sopor y a la que da vida con buenas dosis de autironía Rosanna Yanni. La otra estrategia estructural es la multiplicación de las escenas paralelas y la inserción de planos relámpago sobre los asesinatos del pasado, que vienen a sumarse a una planificación resuelta con abundancia de contrapicados y grandes angulares. La resolución queda aún más simplificada que en la última versión de Jardiel y José Luis Coll vuelve a comparecer en pantalla, esta vez disfrazado de gorila.

Pero si por algo destacan Las siete vidas del gato cinematográficas es por asumir a conciencia la hipertrofia de prólogos que proporcionen un detonante explosivo para la acción dramática, en lugar del clásico preámbulo en el que se nos dan los antecedentes.


Patty Shepard encarna a las cuatro mujeres asesinadas en cuatro viñetas que, en lugar de seguir los pasos argumentales pautados por Jardiel, remiten a otros tantos géneros bastardeados: el gótico y el giallo para la dama del candelabro estrangulada (1873); el melodrama italiano y el slapstick en la pianista muerta de un tiro por el marido engañado (1893); el grand guignol y el folletín para la rubia gaseada (1918); y la farsa de la cursilería para la madre que recibe un tiro que iba dirigido contra su amiga (1936). Lo curioso es que esta actualización de la acción, que permite situar el grueso del relato en el año de su realización, no tiene nada que ver con las acciones violentas ocurridas en los prolegómenos de la Guerra Civil, a los que se alude de forma explícita y que viene a sustituir a la bomba contra Alfonso XIII que servía de referencia temporal al tercer prólogo de Jardiel, ambientado en 1906.