domingo, 26 de enero de 2020

hoja de sala de café de parís



De Café de París (Edgar Neville, 1943) sólo habíamos podido ver la segunda bobina en 16mm, conservada en el archivo de Filmoteca Española. Hace ya algún tiempo recibimos alborozados la noticia de que Filmoteca de Zaragoza custodiaba la primera. Era cuestión de tiempo que ambas pudieran reunirse de nuevo en una única copia digital que permitiera el acceso a un título ausente de las pantallas hace varias décadas.

Esta primera comedia conjunta de Edgar Neville y Conchita Montes y constituye el eslabón perdido entre las películas de propaganda o históricas que auspiciaron el lanzamiento de Conchita como primera actriz cinematográfica —Frente de Madrid / Carmen fra i rossi (Edgar Neville, 1939) o Correo de Indias (Edgar Neville, 1943)— y las comedias cabales de la pareja —de corte fantástico La vida en un hilo (Edgar Neville, 1944), sainetesco-criminal Domingo de Carnaval (Edgar Neville, 1945)—, en las que ella encuentra definitivamente su máscara. Este proceso queda inscrito además en la propia cinta: embelesada en la música que ejecuta al piano en Café de París, Carmen (Conchita) es aquella otra Carmen, quintacolumnista en Frente de Madrid, y ella misma en la casa de huéspedes que regenta en San Juan de Luz durante la contienda, interpretando a Chopin para un plantel de variopintos huéspedes y un Edgar recién regresado del frente de la Ciudad Universitaria donde realiza labores de propaganda. Otrosí: los bibelots y maritatas que saturan la casa de los parientes manchegos de Carmen, no menos horrendos que los que se acumulan en el hogar de provincias de La vida en un hilo. Al fin y al cabo, las alternativas vitales que se le ofrecían a Mercedes en ésta —el soso ingeniero interpretado por Guillermo Marín y el alegre escultor encarnado por Rafael Durán— ya habían sido ensayadas en Café de París con el misterioso y romántico Lobo Feroz de José Nieto y el excéntrico compositor de Tony D’Algy. Pero si en la obra maestra de 1945 ambos destinos conviven y Mercedes es plenamente responsable de su elección, dos años antes Carmen aún carece de autonomía y ha de someterse a la decisión del destino que hace que su auténtico amor sea un hombre casado y, por tanto, impracticable para un matrimonio que constituye la única vía de escape a una vida rural mezquina —ni Edgar ni Conchita comulgan lo más mínimo con la imagen arcádica que franquismo y fascismo propugnaban para el agro— y en el que Neville le lleva la contraria a su admirado Rusiñol: no se trata de L’alegria que passa, sino de la alegría que nos lleva en volandas al happy end.

La cinta comienza con la subasta de los bienes de la familia de Carmen, el personaje encarnado por Conchita. Con el dinero obtenido marcha a París, donde espera emprender una nueva vida gracias al trabajo que espera encontrar con la ayuda de unos conocidos. Pero la dirección que lleva consigo está equivocada y en busca de alojamiento Carmen termina cayendo en una buhardilla bohemia. Es éste el auténtico punto de arranque del filme, el pistoletazo de salida para que Neville despliegue su galería de personajes excéntricos, interpretados por varios de sus actores favoritos. Con ellos crea un microcosmos repleto de humor: Julia Lajos, Joaquín Roa, Mariana Larrabeiti, Manuel Requena... Roa es un pintor que sólo pinta bodegones de comestibles que ofrece a los comercios del ramo con tal de poderse comer el modelo. El orondo Requena es su admirador, una especie de agente a la caza de alimentos visualmente sugestivos. El pintor se apellida Landusky, pero es que, explica, «había que llamarle de algún modo y en Polonia gastan estas bromas». Julia Lajos también se autojustifica: «Llevo cuarenta años sin decidirme por una ocupación definida. Soy una espectadora de las ocupaciones de los demás». No es ajeno a esta dirección que toma Edgar el trabajo que por esos mismos años está realizando su amigo Miguel Mihura, introduciendo pinceladas de humor codornicesco en sus colaboraciones como guionista para directores como Antonio Román o Benito Perojo. Pero más atento que el director de La Codorniz al dibujo general de la película y a los matices en la interpretación, Neville no sólo juega con ellos, sino que estructura la película sobre este diseño en el que Conchita tiene un papel cardinal.

Aguilar y Cabrerizo: hoja de sala de Café de París. Cine Doré, 29 de noviembre de 2019.

domingo, 19 de enero de 2020

el acusado tiene la palabra


La excentricidad de los diálogos de Intriga (Antonio Román, 1943), obra del fundador de La Codorniz, provocó algunas críticas acervas, así que Miguel Mihura decidió agarrar el toro por los cuernos y se enfrentó a un anónimo redactor de la revista Primer Plano para aclarar sus puntos de vista sobre el oficio de dialoguista en particular y sobre el humor en general:
—¿Juzgas preciso que para ganar la carcajada del público salpiques los diálogos con ese humorismo tan personal tuyo que la crítica te ha censurado?
—Sobre la forma de hacer los diálogos, tanto serios como humorísticos, puede hablarse muy extensamente porque el tema, de por sí, ya es de interés; pero como tú no dispondrás de tanto espacio como extensión podemos dar a nuestra charla, tendré que limitarme exclusivamente a la pregunta. La carcajada del público puede lograrse con el humor fino de unas frases que dejen flotar la gracia para que el espectador la recoja o no, y por el humor manifestado abiertamente en donde la gracia se presenta al público resuelta por completo. Ahora bien: tanto una forma como la otra, hay que hacerla con arreglo al guión que uno tiene delante y a la psicología de los personajes mudos que nos presentan para que les demos el habla. El dialoguista, aun a pesar de la libertad que puede tener para orientar su trabajo, debe ajustarse a la línea que en el argumento llevan los personajes. Sería absurdo que a un personaje de conducta seria y equilibrada se le adjudicasen unas frases en el diálogo totalmente contrarias a su carácter. Pero con un personaje histérico, desequilibrado y extravagante si se quiere, como el que Guadalupe Muños Sampedro interpreta en Intriga, pueden atribuírsele frases y palabras fuera de lugar porque encajan perfectamente en la psicología que el autor le ha creado. El hecho de que por una confusión telefónica —que es lo más se ha censurado—diga la artista que su casa no es una carbonería, es totalmente natural, ya que en la vida real ocurre innumerables veces; y el agregar que ella no tiene cara de carbonería es también lógico si se tiene en cuenta la extravagancia de esta mujer. El que la frase tenga o no gracia, no es cosa propia de aclararlo aquí; pero en el supuesto de que no la tenga, no es justo decir, por ello, que el  diálogo es absurdo. El diálogo es mío desde el principio hasta el fin, y sólo he metido en él cinco o seis frases de este estilo que me censuran. Si realmente estas frases no gustan, habría que decir: “el dialogo que el artista tal dice en tal escena, lo consideramos absurdo”; pero nunca hacer general el juicio sobre el diálogo cuando lo que se comenta y señala como absurdo son sólo cinco o seis frases. Finalmente, yo estoy muy contento con lo que he hecho, y he comprobado que estas palabras, precisamente, son las que más gracia hacen en el público, que al fin y al cabo es para quien se hace cine.
“El acusado tiene la palabra: Miguel Mihura y sus diálogos”, en Primer Plano, núm. 139, 13 de junio de 1943.