domingo, 2 de agosto de 2015

la pantalla como gramófono


Ante la proliferación de operetas centroeuropeas en las pantallas españolas, el escritor Benjamín Jarnés —prosista del 27, colaborador asiduo de Revista de Occidente y de La Gaceta Literaria— lanza a principios de 1936 un grito de alarma. Ese mismo año, antes del golpe militar del 18 de julio, el Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes - GECI publicará su libro Cita de ensueños, figuras del cinema.
He aquí la pantalla convertida en gramófono. Óperas, zarzuelas, operetas, muchas operetas abandonadas por cursis, por deleznables, por frívolas, irrumpen en el blanco y paciente sudario, que en vez de amortajarlas para siempre, las hace revivir. (Con gran regocijo de melómanos, de huecos sentimentales, que, no disponiendo para llenar su caletre de un lote visible de ideas en buen uso, lo llenan de arpegios, de trinos, de residuos de partitura, de viento sonoro. Porque el melómano empedernido suele tener por cráneo una lamentable caja de resonancia. Como el filosofoide —padecemos ahora muchos, y todos leyeron a Kierkegaard, tiene por cráneo una jaula de grillos.) Asistimos —repito— a la resurrección de la opereta. Esta resurrección, ¿podemos considerarla como fértil? ¿Será, en cambio, nociva?

Será fatal. Si el "café cantante" es mal enemigo del café, el "cine cantante" —no el "parlante"— es el peor enemigo del "cine". La cupletista que taconea en el tablado destruye el café como tal café, es decir, como pintoresca agrupación de tertulias, fugaces o permanentes; convierte a los consumidores en espectadores, los deforma, les hace adoptar incómodas posturas, les hace olvidar al amigo o amiga que tiene al lado... Pues en el "cine cantante" ocurre algo peor. Ocurro que el "cine" se borra como tal "cine", es decir, como agrupación armónica de gestos, de actitudes, como desfile de imágenes puestas al servicio de una idea poética, de un fragmento de historia, de un paisaje que —dinámicamente— se intenta reproducir. Sucede que el mismo "cine parlante" queda malherido en la médula, precisamente porque la voz, las palabras, el grito, el gemido, todo cuanto contribuye sonoramente a ayudar al gesto en su expresión de la vida interior de un personaje, queda arrinconado o maltrecho por la música. También la voz sufre quebrantos. La voz, como vehículo de una emoción individual, es suplantada por sí misma cuando —obediente a normas artísticas— pasa a traducir una situación dictada. Todos los gestos van detrás de la voz, todos se ponen al servicio de la batuta, no al del entrañable ritmo personal. Se destruye la melodía interior en obsequio a un pulso externo. Se llega a sacrificar la total armonía fisonómica, por someterse a un imperativo categórico orquestal.

Por eso, una aria, un dúo, un concertante de ópera, serán todo lo que se quiera excepto la expresión de los sentimientos —acondicionada a sus facultades— que a cada ejecutante le dicte su papel. Aida no canta su amor a Radamés, lo canta para el público, y hacia el público tiende los brazos en lugar de tenderlos hacia el héroe. Y mientras la tiple canta, no busquemos a la actriz. La actriz —la intérprete de una alma— se sacrifica a la tiple —la intérprete de una partitura—. Teatro en el teatro. Al fin, la ópera es lo más falso —humanamente— que existe. Teatralmente, no pasa de ser, en el más alto sentido, una formidable mixtificación. Teatro multiplicado por sí mismo. Ya sabemos que Mimí debe fingir que muere; pero en la ópera se muere como nadie puede morirse, cantando. (...)

Cuando el hombre quiere ahuyentar el dolor cantando, es que comienza a no sufrirlo intensamente, a sustituirlo por un júbilo más hondo que su propio sufrir. O siente ya melancolía, dulce recuerdo de haber sufrido, Y si en pleno dolor verdaderamente canta, no se sujetará mucho al papel pautado, sino a su propia ley interior. Si se somete a la ley artística, es que no sufriendo, aparenta sufrir; es que comienza a ser histrión. Pues el comediante de ópera o de opereta es eso: un actor —elevado al cuadrado o al cubo—, que en vez de tender los brazos a la bien amada, los tiende al señor gordo de la primera fila de butacas. Primero se viste de Lohengrin o de barbero, y después ha de acomodar su ritmo interior de Lohengrin o barbero al compás de la orquesta. Por eso, la suma expresión de impersonalidad artística suele ser un gran tenor. Gran tenor quiere decir que es sólo eso: tenor, un frágil instrumento —¡cómo se cuidan la garganta!—, no sólo de cualquier implacable Rossini o Wagner, sino de cualquier director de orquesta. Caen sobre el infeliz instrumento dos inflexibles "voluntades de estilo"; apenas le queda nada de la suya, si alguna vez puede tenerla... Quiero decir que el canto "artístico" va directamente contra el puro, contra el auténtico lenguaje de las gentes, contra el armónico desarrollo de esa melodía de actitudes que cada momento dramático exige del buen actor. Por eso ataca directamente al buen teatro, como tal teatro. Y mucho más al buen "cine", como tal cine. Pensemos por un momento en "Charlot" o en Paula Wessely cantando una aria de bajo y de tiple. Tendrían que renunciar a su genialidad de actores. Perderían su expresión humana, por ganar la de instrumentos de dos o tres voluntades: la del compositor, la del director de orquesta, la del realizador del "film"...

Es la inexorable lucha entre lo musical y lo plástico. Cuando en un personaje se acentúa un ritmo ajeno a su propio lenguaje —lenguaje total, de palabras y de gestos—, un ritmo no plástico, sino musical y elaborado aparte, impuesto a la figura viva, esta figura queda herida de muerte. Cuando Hamlet comienza a cantar, Hamlet desaparece. Puede encolerizarse, rugir, gritar, cantar como un loco ignorante de cualquier partitura, todo menos cantar regido por batutas. La batuta puede gobernar instrumentos —incluida en ellos la laringe humana—, pero no pasiones. Fiel a la ópera, infiel al teatro.

Mucho más infiel al "cine" Y bien podemos aventurar la idea de que el éxito de las operetas resucitadas —fatalmente resucitadas para el "cine"—, tal vez consiste en esto: en haber reclutado a los desdeñosos del "cine" y del teatro; pero fieles a esa encantadora mixtificación de las óperas y operetas.


Benjamín Jarnés: "Fatal resurrección de la opereta", en El Sol, 12 de enero de 1936, p. 10.

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