Publicado simultáneamente en Documentitos de un indocumentado
A Gurutz Albisu
Enrique
Jardiel Poncela estuvo dos veces en Hollywood contratado por Fox Film:
la primera de septiembre de 1932 a mayo de 1933, la segunda entre julio
de 1934 y abril de 1935. El objetivo último de este segundo viaje será
la adaptación de su comedia Angelina o el honor de un brigadier
que había de protagonizar Rosita Díaz Gimeno. Escribe entonces a su
amigo José López Rubio, establecido permanentemente en el célebre barrio
angelino:
Querido
Pepe: Ya estarás enterado de que vuelvo. Me ofreció Sol Wurtzel 150
dólares; yo he pedido 250; por fin todo se ha quedado en los doscientos.
[...] Total, que he aceptado y que cuando recibas esta carta ya estaré
en el barco. [...] No dejes de hacer que salgan a buscarme al barco en
Nueva York, que luego todo son líos con inmigración. [José María
Torrijos (ed.): José López Rubio: La otra generación del 27. Discurso y cartas. Madrid: Centro de Documentación Teatral, 2003, págs. 200-201.]
Pero,
como en su primera estadía, John Stone, el responsable de las
producciones multilingües de la Fox, le hizo trabajar en otras películas
hispanas de la casa: Nada más que una mujer (Harry Lachman, 1934), Señora casada necesita marido (James Tinling, 1935) y Asegure a su mujer (Lewis Seiler, 1935).
Nada más que una mujer era la versión hispana de Pursued (Louis
King, 1934), un melodrama ambientado en Borneo en el que los
propietarios de sendas plantaciones —David Landeen (Russell Hardie) y
Beauregard (Victor Jory)— se disputan el amor de una cabaretera llamada
Mona (Rosemary Ames). Ésta es la tercera ocasión en la que Fox Films
lleva a la pantalla The Painted Lady, de Larry Evans; la cuarta,
en español, tendrá un giro ciertamente original: dado que el estudio
acaba de incorporar a su escudería hispana a la recitadora argentina
Berta Singerman, la protagonista, en lugar de tontear con los marineros
con tórridas baladas románticas, lo hará a base de poemas de Sor Juana
Inés de la Cruz y Gabriela Mistral. Y como el meollo del asunto es la
pasión que Mona despierta en los dos hombres (Juan Torena y Alfredo del
Diestro), la cosa no puede resultar más insólita. Cierto es que su
presentación en La rumba de José Zacarías Tallet, la musicalidad
del poema y su expresividad corporal, apuntan a un cierto exotismo, pero
ni la sofisticación de la actriz ni el material que ofrece pueden
suscitar la supuesta admiración del rudo público de la taberna. Mucho
menos, el deseo que despierta en cuanto hombre se cruza con ella.
Carente
totalmente de acción durante el largo segundo acto, bastante
precipitada en el tercero, el único valor que encontramos hoy en Nada más que una mujer es su carácter de registro de los recitales que hicieron célebre en Latinoamérica y en España a Berta Singerman. La rumba y Pregones de Buenos Aires,
de Alberto Vaccaro, son el perfecto ejemplo de una forma de expresión
absolutamente trasnochada hoy en día, pero que entonces levantaba
pasiones entre el público.
A pesar de que se anunció repetidamente
que la actriz haría otras películas en Fox Film y en Argentina, sólo
volvió a ponerse ante las cámaras en Ceniza al viento (Luis
Saslavsky, 1942). Aunque Jardiel, en su correspondencia con José López
Rubio, daba por improbable su estreno en España, lo cierto es que llegó a
las pantallas barcelonesas en febrero de 1935. Unos meses antes se
había proyectado en el neoyorquino Teatro Campoamor y el crítico del New York Times se había rendido ante la maestría de la diseuse:
En
esta cinta de romance y tragedia ambientada en Filipinas, la señorita
Singerman es una artista errante obligada a aceptar un trabajo como
recitadora de poemas en un cabaret de baja estofa. Aunque la historia de
su amor desinteresado por un joven estadounidense que se ha quedado
temporalmente ciego debido al ataque de dos "bravos" apenas resulta
relevante, su presentación de "Pregones de Buenos Aires" es tan realista
que el espectador sólo tiene que cerrar los ojos para imaginarse
escuchando los variados y seductores reclamos en las calles de la
metrópoli argentina. La actuación de la señorita Singerman es excelente,
con cierta manga ancha para el sentimentalismo del tema, y podemos
calificarla sin desdoro como "muy simpática". [H.T.S.: "Nada mas que una mujer, a dialogue film in Spanish", en New York Times, 29 de noviembre de 1934.]
La
acción, como bien indica el reseñista, se traslada de Borneo a
Filipinas, lo que permite justificar la utilización de nuestro idioma
sin merma del exotismo, y el malvado, en lugar un remoto origen francés
parece oriundo de Italia, a juzgar por el cambio de Beauregard a
Franchoni.
Para concluir, el único rasgo jardielesco que
encontramos a lo largo todo el metraje es
el tono de una escena farsesca en la que Gilda (Luana Alcañiz), una
compañera de Mona, le saca los cuartos a un marinero contándole la
trágica historia de sus siete hermanitos huérfanos, uno de los cuales se
tragó el único dólar que le quedaba a la familia. No es extraño que
Jardiel le cediera el dudoso honor de firmar la adaptación al
todoterreno Miguel de Zárraga. Ninguna gloria iba a
aportarle este trabajo hollywoodense y, en todo caso, sólo podía traerle
descrédito en su condición de humorista originalísimo, a la espera de
que le llegase el turno de poner en pie su gran película americana: Angelina o el honor de un brigadier (Louis King, 1935).
El trabajo en Señora casada necesita marido,
escrita oficialmente por López Rubio para Catalina Bárcena y Antonio
Moreno, no debió de ser demasiado extenuante. Al parecer, sugirió el
título, compuso la letra de la canción ¿Qué sabes tú? [Juan Carlos Pueo: Como un motor de avión: Biografía literaria de Enrique Jardiel Poncela. Madrid: Verbum, 2016, pág. 405.] y tradujo otra: A Guy What Takes His Time.
La crítica del New York Times resulta elocuente sobre el alcance de la operación:
A
pesar de que no hay absolutamente nada original en la historia del
joven matrimonio (la señora Bárcena y el señor Moreno) que no se soporta
mutuamente y necesita un tratamiento a base de celos para recobrar la
felicidad, la acción se mueve a tal velocidad y el charloteo y las
ingeniosidades de la señora Bárcena son tan entretenidos que los
espectadores se divierten de todos modos. Una de sus piruetas consiste
en una imitación europea de Mae West en una de sus escenas de seducción.
El
resto del reparto contribuye a mantener la interpretación en un plano
de alta comedia, sin el más mínimo atisbo de seriedad. [Harry T. Smith,
en The New York Times, 14 de marzo de 1935.]
Asegure a su mujer
es la adaptación de una comedia del argentino Julio Escobar que Miguel
de Zárraga ya había definido como digna de Jardiel y a la que el
humorista realiza unos cuantos ajustes. “La adaptación cinematográfica
exigió que se rehiciese por completo la obra primitiva, comenzándose por
trasladar la acción de Buenos Aires a Nueva York, ampliándose las
escenas, modificándose los tipos, cambiándose el lenguaje y salpicándose
todo ello con el ingenio característico de Enrique Jardiel Poncela”.
[Miguel de Zárraga: “Ahora en Hollywood: Asegure a su mujer”, en Ahora, 21 de febrero de 1935, pág. 34.]
Jardiel
es por lo tanto artífice en la sombra de la película al servicio de la
pareja del momento en el Hollywood hispano: Conchita Montenegro y Raul
Roulien. Además del texto, Jardiel supervisa la realización y
especialmente la labor de los actores, pues considera que el director
adjudicado al proyecto, el neoyorquino Lewis Seiler, no puede gobernar
sus chispeantes diálogos al no dominar el castellano. El 25 de octubre
de 1934 le escribe a su familia:
La cinta de Roulien que estamos haciendo podía haber quedado bien, pero se han metido a cortar y a "arreglar" el script después
que yo lo arreglé y, como siempre, han quitado lo bueno y han dejado lo
malo, reforzándolo con cosas peores que malas. Por si eso fuera poco,
el reparto es asqueroso; nadie habla español en la película y está
resultando una ensalada anglo-brasileño-chileno-mexicano-argentino [sic]
que da grima. La torpeza de lengua de los intérpretes le quita
espontaneidad y gracia al diálogo y, en fin —como siempre— estará mal
pudiendo estar bien. [Evangelina Jardiel Poncela: Enrique Jardiel Poncela, mi padre. Madrid: Biblioteca Nueva, 1999, pág. 106.]
En
esto de la “ensalada” es en lo único que podemos dar la razón a
Jardiel. Antonio Moreno lleva afincado en Estados Unidos varios años, el
acento argentino-brasileño de Raul Roulien es, como poco, pintoresco, y
uno de los papeles principales es encomendado a la políglota
californiana Barbara Leonard. Pero ahí se acaban los problemas de una
cinta en la que no se echan de menos decorados, exteriores o una
planificación más elaborada. Seguimos ante una producción de serie B,
pero solvente. En cuanto a Lewis Seiler, su realizador, ha tenido amplia
experiencia en comedias de dos rollos en la década de los veinte y ya
ha dirigido a Conchita Montenegro en Hay que casar al príncipe (1931).
Estamos
ante una comedia organizada en tres bloques de vodevil teatral —maridos
engañados, llegadas inesperadas, amantes escondidas en los dormitorios
que estornudan inoportunamente…—, de los que Jardiel ha parodiado
inmisericorde en artículos como “La puerta se abre y entra el marido. [La Pantalla,
núm. 28, 8 de julio de 1928.] El argumento es, en efecto, un vodevil en
toda regla. Ricardo Randall (Roulien) es un “perito en ideas” cuyo
cerebro no descansa jamás, pero lo vemos en la cama descolgando el
teléfono, estampando el reloj contra la pared y, a pesar de todo,
escuchando un timbre insistentemente. Es el de la puerta, porque harta
de intentar despertarle por otros medios, Camila (Conchita Montenegro),
su secretaria y novia se ha presentado en el piso a fin de que no llegue
tarde a una reunión de negocios en la compañía de seguros La Fidelidad.
Allí están esperando sus ideas como agua de mayo porque, según su
presidente (Carlos Villarias), la empresa cuenta sólo “con un pasivo
líquido de trece mil dólares y en ese líquido acabaremos ahogándonos
todos”. Ricardo es un tenorio redomado y, aunque le ha jurado a Camelia
que ella es “la única mujer del mundo”, aún no se lo ha comunicado a
Elena Perry (Barbara Leonard), cuyo marido (Luis Alberni) intenta
asesinarlo durante la celebración del consejo de administración. Y es
así como a Ricardo se le ocurre la idea genial: La Fidelidad se
convertirá en La Infidelidad, una aseguradora que pagará suculentas
primas a los maridos víctimas de esposas adúlteras. Si este seguro
hubiera existido antes otro gallo les hubiera cantado a Helena de Troya,
Mesalina, Catalina de Rusia… y a la señora Perry, que, para consolarse
del abandono de Ricardo, se refugia en los brazos de Ernesto Martín
(Antonio Moreno), famoso cosechero con el que, a su vez, se ha casado
Rita (Mona Maris), otra antigua amante de Ricardo.
—Me olvide de decírtelo, Ricardito. Me casé con él en Europa, un día de lluvia que no sabía qué hacer.
—¡Qué poca imaginación tenéis las mujeres!
Los
enredos entre las tres parejas se suceden a buen ritmo. Rita intenta
seducir a Ricardo una y otra vez. En una de estas ocasiones, se presenta
en su apartamento el señor Perry…
—Estoy siguiendo el rastro de mi mujer.
—¿De su mujer?
—Lo sabe usted de sobra. A mí no me ha fallado nunca la nariz. ¡Está aquí!
—¿La nariz?
—No, Elena. Ella me lo dice… la nariz.
—No me parece correcto que meta usted ni la nariz ni a Elena en mis asuntos.
Jardiel
salpimienta este tipo de diálogos a lo largo de todo el metraje, amén
de algún epigrama propio de la casa: “Los coches son como las mujeres:
echan a andar y de repente se paran sin saber por qué”. La misoginia
jardieliana se extiende a una de las instituciones del feminismo
español, el Lyceum Club Femenino. Jardiel se burla de él con la
invención del Club Femenino Excelsior donde las mujeres adúlteras se
reúnen al grito de “Luchemos por nuestra libertad”. La manera de
ejercerla es comprometer a Ricardo y arruinar a La Infidelidad. Así que
una docena de ellas, capitaneadas por la despechada Rita y dispuestas a
inmolar su honra en el altar de la libertad, se presentan en el hotel al
que han acudido los protagonistas para consumar o evitar diversos
adulterios, se quedan en ropa interior — y se fotografían con el pobre
Ricardo en las poses más inconvenientes, en una escena bastante subida
de tono con el ya imperante Código Hays.
La conclusión de este periplo hollywoodense resulta hoy impublicable:
Lo
mejor que se puede hacer en Hollywood es marcharse de Hollywood,
refugiándose en una playa. En las playas de Hollywood solo hay dos
ocupaciones, a elegir: o tumbarse en la arena a mirar las estrellas, o
tumbarse en las “estrellas” a contemplar la arena. [Enrique Jardiel
Poncela:
Exceso de equipaje. Madrid: Biblioteca Nueva, 1988, pág. 86.]