sábado, 11 de febrero de 2017

manifiesto a favor de la sacralización de lo sacrílego



Quienes esto hacemos anduvimos hará una docena de años enredados en el estudio de las formas de humor engendradas en La Codorniz. Frente a la impresión general, polarizada entre los que tildaban a la revista de escapista –incluido Miguel Mihura, su fundador- y quienes sostenían que había sido un baluarte de la crítica contra el régimen –con el parte meteorológico apócrifo de “impera un fresco general procedente de Galicia”-, nos topamos entonces con que en casi treinta y siete años de vida hubo lugar en sus páginas para el humor de todos los colores. También que la mayoría de quienes publicaron allí habían sentido alguna vez la tentación de definir qué cosa era el humor.

De hecho, Wenceslao Fernández Flórez, maestro de humoristas y colaborador de la primera Codorniz le dedicó a este asunto su discurso de ingreso en la Real Academia. Chumy Chúmez publicó uno de los ensayos más preclaros sobre el oficio durante la dictadura titulado certeramente Ser humorista, Noel Clarasó dedicaba todo un volumen a no responder a la cuestión planteada en el mismo título, Tono –maestro en el descuajaringamiento de la frase hecha- teorizaba sobre las “palabras-chiste” –incluida “pernito”-, Mihura mostraba un espejo de tres cuerpos en el que uno se podía ver a sí mismo desde ángulos inéditos, y Jardiel recurría, para expresar la inaprehensibilidad del humor, a una máxima mínima acuñada en los años veinte o treinta: “Intentar definir el humorismo es como clavar una mariposa con un poste telegráfico”.

¡Qué sorpresa encontrarse con esta paradoja ilustrada por Darío Adanti en el pórtico de Disparen al humorista!

Paradoja porque a lo que se aplica el humorista “sudaca” es, no sólo a destripar el mecanismo del humor, sino a urdir su ontología desde el mismísimo big bang y a desentrañar sus vinculaciones con asuntos tan de andar por casa como el tiempo o la muerte, para terminar enfrentándose a la realidad de la sátira en tiempos de inmediatez como los presentes.

La matanza de los humoristas de Charlie Hebdo sirve como chispazo para poner en marcha el pistón de una investigación que se adscribe al método paranoico-crítico con la autoridad de quien lleva más de una década reflexionando sobre las herramientas de su oficio. El propio Adanti comparece en efigie y transformado en su propia calavera, nadando en océanos siderales de aguas fecales y huesos, porque no debemos olvidar que no estamos ante un tratado hinchado a base de bibliografía y notas a pie de página, sino de un ensayo ilustrado con una depuración gráfica y una contención cromática parigualmente admirables.

Las teorías sobre la risa y el humor, de Charles Darwin a Henri Bergson, de Woody Allen a Macedonio Fernández, comparecen al principio de cada capítulo para provocar una nueva vuelta de tuerca en la reflexión cuyo peso llevan una pareja de cómicos clásicos, como Palito Bonardi y el gato Fabricio, más próximos a los Totò y Ninetto de los Pajaritos y pajarracos pasolinianos, que a Abbot y Costello. Si la comparanza viene a cuento, el Señor Cabeza de Tostadora sería el cuervo, consciente de que camina perpetuamente por un universo a la deriva en el que las ideologías están de saldo.

Adanti no se arredra antes este dilema y profundiza en la actual predisposición de la derecha a perpetuar su propio discurso a través del chascarrillo en un momento en el que la izquierda abjura del humor en aras de la corrección política.

En el capítulo duodécimo, para ilustrar la convergencia del humor con la teoría del caos, Adanti realiza la anatomía de su formulación más básica -el chiste “van dos y se cae el de en medio”- pieza capital de la anterior versión de Mongolia, el musical y origen de una doble página espléndida en la que conviven en fecunda cohabitación la maestría en la ilustración con el humorismo y el rigor teórico.

Es sólo un ejemplo de los que abundan en 160 páginas de un discurso en el que nada sobra ni falta. En todo caso, echamos de menos una referencia a Gilbert Keith Chesterton, maestro de la paradoja, en la que el doctor Adanti cifra la esencia del humor y su tremenda capacidad disolvente: la posibilidad de decir al mismo tiempo una cosa y su contraria. Asumir y exponer las propias contradicciones sería entonces la única opción ética por parte de un humorista ante una sociedad interesada en negarlas en nombre de la corrección política y el buen gusto.

En nosecuántas palabras: im-pres-cin-di-ble.

Darío Adanti:
Disparen al humorista (Un ensayo gráfico sobre los límites del humor)
Astiberri Ediciones, Bilbao, 2017.
160 págs. ISBN: 9788416251940.

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