lunes, 25 de mayo de 2020

codornicistas, león y quiroga (2)



Edgar Neville aborda el rodaje de sus dos Canciones como si de unas vacaciones se tratara. Ha regresado a España con Conchita Montes tras el rodaje de Sancta Maria (La muchacha de Moscú, Edgar Neville, 1941), que va a distribuir Saturnino Ulargui, y apenas le ha dado tiempo a pasar por Madrid para concertar con Cepicsa la producción de Correo de Indias (Edgar Neville, 1942). Un mes más tarde, en Barcelona y probablemente por mediación de su gran amigo López Rubio, se embarca en la realización de La Parrala (Edgar Neville, 1941).

En realidad, hay dos Parralas cuya leyenda se mezcla: Dolores y Trinidad Parrales Moreno. Ambas triunfaron en los cafés cantantes. Trini actuó en París y Dolores en el Café de Silverio Franconetti en Sevilla y en el Imparcial de Madrid junto a Juan Breva. A Dolores la alabó como cantante por soleares Federico García Lorca en el Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922 al que Neville asistió como periodista y amigo de Manuel de Falla. Dolores había fallecido siete años antes, pero aún vivía cuando el autor de Cantaores andaluces, historias y tragedias escribía:
Hermosa de una hermosura dominadora, atrayente y sugestiva, esta mujer ha jugado a la vida como otros juegan al monte o al bacarrat, se ha burlado de todo, de todo se ha reído, jamás tomó nada en serio, ni el matrimonio; nunca sintió una pasión profunda y duradera por nada, ni por el arte. [Guillermo Núñez de Prado: Cantaores andaluces, historias y tragedias. Casa Editorial Maucci, 1904.]
El moguereño —como La Parrala— Xandro Valerio escribe en 1939 la letra de esta copla junto a Rafael de León a la que el maestro Quiroga pone la música. Concha Piquer la estrena en 1940 en uno de sus espectáculos.

Cámara, núm. 2, noviembre de 1941

Para la película de Ulargui, Rafael de León compone en solitario ¿Qué te pasa, Triniá?, un segundo tema que prolonga el carácter irreductible del personaje femenino y su sino trágico:
¿Que por qué los soles que había en mis ojos / ahora son dos mares de sal y de llanto / y ya no hay claveles en mis labios rojos? / Es únicamente por quererle tanto. / Y si un día llegara, que Dios no lo quiera, / que por la desgracia de la suerte mía / dándome al orvío con otra se fuera, / tengo la certeza que lo mataría.
Arranca la acción cuando unos marineros borrachos salen del Café del Puerto cantando una habanera. En la puerta se anuncia: “Hoy gran sesión de cante: Juan Breva - Silverio - La Parrala”. Los marineros pasan ante una puerta. Por ella sale un hombre; su sombra contra la pared encalada nos indica que ha muerto. Un instante después sale Trini, la Parrala (Maruja Tomás), desmelenada y se marcha hacia el Café del Puerto. Un policía (Antonio L. Estrada), que hace su ronda nocturna, se cruza con ella. Allí la esperan la tabernera (Ana María Quijada) y Curro (Manuel Miranda), su guitarrista. La Parrala pide de beber y, a petición del público, canta ¿Qué te pasa, Triniá?. Cuando termina, entra el policía y pregunta cuánto tiempo lleva allí La Parrala. La tabernera miente para exculparla. La cantaora entabla conversación con un desconocido que le interroga por su madre. En respuesta, ella vuelve a cantar, ahora la canción que le valió el mote:
Dos hombres riñeron una madrugá / dentro der cormao / donde ella cantaba, / y el que cayo herío dijo al expirar: / Por tu curpa ha sío, / Trini la Parrala. / Los jueces al otro día / a la Trini preguntaban / si a aquel hombre conocía, / y la Trini contestaba: / Yo no lo he visto en mi vía / ni sé por qué lo mataban. / Unos decían que sí, / otros decían que no, / y pa dar más que decir / la Parrala así cantó: / Que sí, que sí, que sí, que sí, / que la Parrala tiene un amante; / que no, que no, que no, que no, / que ella no quiere más que a su cante.
Cámara, núm. 1, octubre de 1941

Cuando termina, el policía la aborda y le pregunta directamente si ha sido ella quien ha matado al Chiclanero. Ella confiesa el crimen cantándole al oído la copla de sus desdichas. El policía saca las esposas pero la Parrala replica que no son necesarias. Curro, enamorado de ella, se confiesa entonces autor del asesinato. La cantante le regala el clavel por su galantería, pero ya ha asumido su destino. Alguien constata: “El mismo sino de la madre”. La Parrala camina detenida entre dos policías por las calles del Puerto.

Neville no se encuentra a gusto en esas calles encaladas con rejas, claveles y luz de luna de las que tanta burla a hecho en sus artículos. Y eso que, al fin y al cabo, se trata de un corto. Cuando más adelante se tenga que enfrentar a la temida adaptación de una obra taurina de "El Caballero Audaz" cuajadita de tópicos —El traje de luces (Edgar Neville, 1946)—, argumentará en su descargo que en la película no se escuchan más de treinta "olés". Pero también podemos leer esta breve anécdotra relacionada con el cante como un borrador de los episodios que más adelante ilustrarán una de sus películas más logradas: Duende y misterio del flamenco (Edgar Neville, 1952). A pesar de todo ello, la cinta es censurada de urgencia a principios de septiembre —con "una respuesta muy negativa por los censores" [Pablo Ferrando García: "Saturnino Ulargui: esbozo de un productor de films de complemento", en El productor y la producción en la industria cinematográfica. Madrid, Universidad Complutense, 2009]— y enviada como parte de la representación española a una edición del Festival de Venecia a la que prácticamente sólo concurren obras de países con regímenes totalitarios.

De toda la serie, junto con La Petenera (José López Rubio, 1941) y A la lima y al limón (José López Rubio, 1941), es uno de los títulos que más se distribuye como complemento. En Barcelona se estrena en diciembre y en Madrid, pocas semanas después, en enero de 1942 y acompañando a El sobre lacrado (Francisco Gargallo, 1941), en lo que se presenta como un “programa netamente español”. [Hoja del Lunes (Madrid), 12 de enero de 1942, pág. 2.] La crítica da una de cal y una de arena. Algunos alaban que haya “recogido, en sugestivos fotogramas de lograda plasticidad cinematográfica, toda la riqueza de colorido y belleza de ambiente que le brindaban las estrofas y tema de una popular canción” [G. S., en La Vanguardia Española, 13 de diciembre de 1941, pág. 7.], en tanto que otros la califican de “pequeña obra de buen contenido cinematográfico”, pero consideran que Maruja Tomás “cumple muy discretamente su cometido”. [E. F., en Hoja del Lunes (Barcelona), 15 de diciembre de 1941, pág. 7.]


Verbena, la segunda y última "canción" de Neville, cuenta a priori con varios palos en sus ruedas: su escasa duración —apenas treinta minutos—, el pie forzado de las canciones que debe interpretar Maruja Tomás y lo exiguo del decorado de una feria madrileña que Pierre Schild monta en los estudios Orphea, cuando aún está en la memoria de todos el soberbio trabajo de Fernando Mignoni para La verbena de la Paloma (benito Perojo, 1935). Toda la acción tiene lugar en esta feria de barriada, donde encontramos todos los tipos esperables: el del puesto de la fuerza, el tragasables, la del tiro al bote, el comefuegos, el que vende bigotes postizos... Solo falta la «mujer cañón», que debe interpretar una gorda inmensa. El ayudante de dirección localiza en el barrio chino barcelonés a una prostituta de ciento sesenta kilos que cobra dos duros por servicio. Le ofrecen por salir en la película el equivalente a una, dos, tres jornadas de trabajo, pero ella se niega en redondo: "No quiero que mis hijos se avergüencen de mí", corta tajante la licitación.

Don Paco (Miguel Pozanco), el dueño de la barraca de fenómenos, pregona sus atracciones. Levinsky (José María Lado), un aventurero extranjero, le exige que le pague un dinero ya que tiene unos pagarés que le comprometen. Don Paco le invita a entrar en El Palacio de las Maravillas para ver a Madame Dupont (de nuevo Amalia de Isaura), la atractiva mujer barbuda que pone en solfa la propia naturaleza del proyecto al cantar La Parrala "en camelo":
Lo que la gente sabía / es que dos novios tenía, / que estaba comprometiendo / porque a ninguno quería, / que de los dos se reía / sin ningún remordimiento. / Que el uno dice que "oui", / que el otro dice que "non", / y aseguran por ahí / que a los dos se la pegó.
Don Paco enseña a Levinsky este y otros números, como los de Rachmaninov, el comepeces (José Martín), y Stella Matutina, la cabeza parlante (Maruja Tomás) —un personaje que ya había aparecido en un relato publicado por Neville en Revista de Occidente en 1928, cuando practicaba el humor deshumanizado al modo ramoniano—, de la que el aventurero se prenda instantáneamente. Los falsos fenómenos, ajenos al drama, se reúnen para cenar. Despojados de su ropa de trabajo, los habitantes del Palacio de las Maravillas resultan un tanto prosaicos; constituye una digresión humorística en la que Neville se deja llevar por la fantasía y el gusto por la paradoja. Mientras tanto, Levinsky hace firmar a don Paco la cesión de Stella Matutina para llevársela a América. Al enterarse, Estrella, sola en la feria, canta la habanera Adiós a Madrid: “¡Ay mi Madrid, donde dejo todo mi ser! / ¡Ay mi Madrid, y mi corazón!”. Y las barcas que se balancean solitarias son el símbolo de lo que va a quedar atrás.

El novio de Stella, Felipe (Juan Monfort), encargado del tiovivo, se queda muy contrariado cuando se entera de la noticia. Igual que el resto de sus compañeros. Madame Dupont, que es un poco revanchista, se afeita: “Pelillos a la mar”, dice. Don Paco se lo reprocha: “Sin barba parece usted un torero”. Madame Dupont ocupa el puesto de cabeza parlante pero es tan borde que el público se queja: “Podían haber tirado la cabeza, en vez del cuerpo”. Ella se marcha enfadada, desvelando el truco. Los enanos le enseñan entonces un periódico a la ex-mujer barbuda. Cuando llega Levinsky revelan que es un fugado de presidio, convicto por trata de blancas y que, además, en un circo de Marsella asesinó a una trapecista. Levinsky huye perseguido por los fenómenos. Stella ya no tiene que marcharse y Felipe pone el tiovivo en marcha. Se montan juntos en un caballito. Ella canta un nuevo tema y, a mitad, un reprise de Adiós a Madrid con la letra alterada: “¡Ay mi Madrid, que me ha dao la felicidad! / ¡Ay mi Madrid, de mi corazón!”.

Cámara, núm. 1, octubre de 1941

Con el tiempo, Méndez Leite conceptuará Verbena como la mejor entrega de Canciones “pues ofrece detalles de preocupación creadora y de auténtica inspiración ambiental”. [Fernando Méndez Leite: Historia del cine español, vol. I. Madrid, Ediciones Rialp, 1965, pág. 147.] Lo mismo había hecho Mas-Guindal cuando se estrenó en el cine Avenida el 10 de noviembre de 1940: “Verbena [...] tiene ambiente, detalles que revelan una preocupación directiva y un conjunto bastante armónico en forma y fondo, llevado ágilmente y con interés. [Antonio Mas-Guindal: “Página de crítica”, en Primer Plano, núm. 57, 16 de noviembre de 1941.]
Rematamos este repaso crítico con el juicio de Fernández Cuenca en Ya:
Desarróllase en un pintoresco marco de unos feriantes y se plantea, transcurre y resuelve con ritmo lleno de agilidad y precisión. Edgar Neville lo ha traducido en imágenes eficacísimas siempre y esmaltadas de aciertos rebosantes de humor; la escena de la comida y la que muestra a la mujer barbuda afeitándose son ejemplos de buena comicidad fotogénica. [Carlos Fernández Cuenca, en Ya, 12 de noviembre de 1941]
Fotografía de Neville con el elenco de Verbena publicada en Primer Plano.
En la fila central: José Martín, Miguel Pozanco, Amalia de Isaura (sin barba), Neville, Maruja Tomás y Miguel Utrillo.

Si la filmación de La Parrala se había resuelto en una semana laborable, el rodaje de los treinta minutos de Verbena se prolonga a lo largo de ocho jornadas, de las cuales seis son nocturnas. Cuando finaliza este trabajo, Neville pasa unos días en Calella con Conchita Montes y, apenas terminada la temporada veraniega se trasladan a Sitges, donde trabaja en la redacción de Correo de Indias. Una vez rematadas las labores de montaje, a finales de septiembre, y habiéndose pulido el dinero que ha cobrado por el primero de los cortometrajes en esta suerte de vacaciones laborales, regresan a Madrid. En el saldo estival, quedan en su haber además dos cortometrajes de ambientación castiza y trama criminal que prefiguran el rumbo que tomará su filmografía tras su producción propagandista en Italia y los dos intentos comercialmente fallidos, de vuelta a España —Correo de Indias y Café de París (Edgar Neville, 1943)— a partir de La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944).

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